Ir al psicólogo no es sencillo. Muchas personas se lo piensan varias veces antes de atreverse a acudir, y puede ser por diferentes motivos, entre los más típicos está el desconocimiento.

En pleno año 2017 aún hay personas que asocian recibir una terapia con estar “loco” o tener problemas muy graves (cosa que no siempre es así), y el miedo a ser etiquetado es demasiado grande como para asumir recibir un tratamiento, y por ende, poder mejorar.

Es algo habitual en la clínica que alguien pida una cita y al final no se presente. Son varios factores emocionales, personales y cognitivos los que influyen en anular una terapia.

Desgraciadamente, muchas veces este factor se reduce a la vergüenza, al intentar “solventar” el problema uno mismo o al puro desconocimiento de lo que es realmente una terapia. Lo que tenemos que tener claro es que no se pierde nada al intentarlo, en abrirse y querer empezar un proceso para mejorar los propios problemas.

Algo que también se puede dar es que uno se atreva a acudir a terapia, pero no quiera que se sepa en su entorno. Nuevamente nos encontramos ante consecuencias del estigma que existe en salud mental. A menos que nuestra familia y amigos estén abiertos a comprender un hecho tan básico como que una persona necesite ayuda psicológica, lo cierto es que en general mucha gente no lo ve con buenos ojos.

Lo que cabría plantearse ante esto es qué estamos haciendo mal como sociedad para que sigamos con esta visión sobre la salud mental.

Está claro que algo clave es la poca inversión económica que existe para problemas psiquiátricos en la sanidad pública. Otro hecho destacable (y casi más importante), es la poca consciencia social sobre salud mental y la casi inexistente educación en el tema.

Invirtiendo en educar a la población sobre lo que es estar deprimido o tener esquizofrenia, y sobretodo tener recursos para la prevención de enfermedades psiquiátricas podría reducir muchísimo los costes de los tratamientos terapéuticos y farmacológicos.

Desgraciadamente, algo tan sencillo en apariencia es profundamente complicado, porque nuestro país necesita plantearse muchas cosas. Algunos otros países ya están invirtiendo en prevención y educación en salud mental, se plantean nuevas terapias basadas en el diálogo y no tanto en la medicación, incluso hay unidades psiquiátricas extranjeras que ya no usan la contención mecánica. Parece una utopía, pero es real.

Entonces, ¿qué podemos hacer nosotros para que esto sea un poco más posible? Algo por lo que podríamos empezar es no juzgar a alguien que decide iniciar un proceso terapéutico. Casi al contrario, deberíamos felicitarle por ser lo suficientemente inteligente para buscar ayuda y querer solventar los problemas emocionales y personales.

Podríamos hablar sin miedo sobre salud mental, sobre temas tabú como el suicidio o la autolesión, sobre los delirios o las alucinaciones. Podríamos manifestarnos todas las veces que hiciera falta para pedir que sanidad invierta más en salud mental. Podríamos quejarnos a periódicos o cadenas de televisión sobre el mal uso de términos como “esquizofrénico”, “loco” o “tarado”. Podríamos estar ahí para aquel amigo o familiar que lo está pasando mal, para ayudarle sin miedo o recelo. Podríamos recomendarle que acuda a terapia, que busque ayuda. Así sí podemos ayudar.