Hay muchos niños, de todas las clases y caracteres. Pero hay un gran número de críos que de alguna manera, son olvidados. Y esos son los neurodivergentes (diagnosticados con TEA) o los que padecen algún tipo de trastorno.

Llaman mucho a atención en las clases, porque son los catalogados de “vagos”, “rebeldes”, “movidos”, “asociales”, “raros” y un largo etcétera. Los profesores viven una cotidianidad que se escapa a muchas familias: la realidad de que hay niños diferentes al resto, con necesidades especiales en el aula.

Psicólogos y maestros tienen ése nexo en común, el de compartir mucho tiempo en sus jornadas laborales con críos que llevan una etiqueta colgada al cuello, la mayoría de veces sin haberla pedido.

Los diagnósticos psiquiátricos afectan a los adultos, evidentemente tienen un peso en los niños que los reciben. Y en ése contexto, están otros olvidados: los padres de niños con patología mental. La culpabilidad y la duda están presentes durante buena parte del diagnóstico y tratamiento, y encima tienen que aguantar otros calificativos del entorno, que, frente a lo raro, lo desconocido, en vez de ayudar, complican más la situación. La incomprensión (algo que puede tener muy fácil arreglo) da pie al miedo y todos sabemos que ése es el mejor abono para el estigma.

Ante éstos hechos deberíamos preguntarnos algo: ¿qué es ser normal? Y casi más importante: ¿qué es ser un niño normal?

La sobrepatologización y los diagnósticos (etiquetadores) indiscriminados han sido polémicos estos últimos años. Seguramente todos los lectores conozcan a algún niño con déficit de atención o hiperactividad, o a algún niño con problemas de conducta o un tipo de autismo. Es raro que en cualquier aula de España no haya algún niño con diagnóstico psiquiátrico.

A parte de la realidad del tratamiento a lo que se tendrán que enfrentar éstos niños y sus padres o tutores, la realidad social se mueve en paralelo (la sociedad de un niño incluye la familia, las amistades y las exigencias académicas) a todas ésas experiencias y demandas ambientales. Los psicólogos infantiles o pediatras están acostumbrados a convivir con ésta realidad, pero la sociedad en general no. Un adulto con patología resulta incómodo, y un niño afectado también, y además suele despertar sentimientos de tristeza o injusticia.

Los niños con patología no necesitan que los demás les tengan pena o que se culpabilice a sus padres. Tampoco necesitan que los demás se rían de ellos ni que se les margine (recordemos que el bullying se ceba particularmente con los niños afectados de trastornos mentales).

Los niños con trastornos necesitan ser escuchados y comprendidos. Necesitan que la sociedad sea justa y tenga capacidad de asimilar ésta realidad que está cada vez más presente en nuestro día a día.

Recordemos que un niño con patología tiene muchísimas más papeletas de ser un adulto con patología, y una forma de aceptar ésta situación es que se sienta apoyado y comprendido. Que se sienta escuchado. Escuchemos pues a los niños con trastornos: nos pueden enseñar muchas cosas.