Cuando decides iniciar un proceso terapéutico, estás cogiendo una entrada para embarcarte en una montaña rusa emocional.

Algunas personas tienen la creencia de que los terapeutas ayudamos a los demás de forma casi “instantánea” o que someterse a una terapia es como una solución automática a una serie de problemas personales. Quizás de aquí viene la tan extendida frase “no creo en los psicólogos”, seguramente porque ésas personas que la repiten casi como un mantra, tienen un concepto de nosotros casi mágico o pseudocientífico.

Someterse a una terapia no es un proceso sencillo ni instantáneo, y algunas veces incluso puede resultar doloroso y puede no solventar el problema principal. Con ello no quiero decir que no funcione, ni mucho menos. Pero sí debemos tener en cuenta que una terapia es un proceso (en la mayoría de ocasiones, largo), donde se tiene que trabajar, y por lo tanto el paciente se deberá implicar para que salga adelante.

Implicarse en terapia es indispensable, porque si solamente se pone a trabajar el terapeuta, el paciente no va a progresar. La psicoterapia es un proceso compartido donde se tienen que medir muy bien los tiempos y los términos. Implicarse no es fácil, precisamente porque cuando una persona decide cambiar algo de su vida (y en la mayoría de ocasiones estamos hablando de cambios importantes), hay una ruptura con todo aquello antes establecido.

Éste proceso suele llevar en la mayoría de pacientes unos cambios emocionales bastante evidentes y también bruscos. Además, estas emociones no se suelen identificar como respuestas lógicas al entorno: cuantas veces he tenido pacientes que de repente, en plena mejora, sienten rabia o tristeza repentina. Esto podría explicarse por lo que he mencionado anteriormente: en un proceso de cambio, de reestructuración conductual y cognitiva, la mente empieza a responder, y casi siempre lo hace de forma “descontrolada”. Lo pongo entre comillas porque es así como se vive, pero de hecho el proceso es totalmente natural y necesario.

Para entender un poco mejor esto, vamos a suponer qué pasaría si organizáramos un armario que tenemos en casa. Un armario que hace mucho que no abrimos y que está patas arriba. Seguramente, aunque nos apetezca el proceso de ordenación y reciclaje de viejos trastos, sentiremos emociones que no pensábamos que tendríamos durante el proceso: añoranza de cosas que vamos a tirar a la basura, sorpresa por otros objetos que no sabíamos que teníamos allí guardados, melancolía por ciertos recuerdos al ver viejas fotos,…

La terapia es como una medicina emocional, y sabemos que todas las medicinas tienen efectos secundarios. La psicoterapia siempre es arriesgada, porque nunca te deja indiferente: siempre hay mejora, aunque sea mínima, y por lo tanto, hay un cambio a asumir. El cerebro enfermo a veces no entiende estos cambios, y puede resultar que durante ése proceso responda.

En definitiva: las emociones son maravillosas porque son irracionales, incontrolables y nos conectan íntimamente con el inconsciente. Pueden ser una respuesta a muchas preguntas y a muchos procesos, y si aparecen, debemos aprender a celebrarlas, y más si se trata de un proceso terapéutico.

No tengáis miedo de éstos cambios emocionales, aunque a veces no tengan mucho sentido: ¿por qué si estoy mejor, me siento más triste?… ¿por qué si estoy hundido, de repente empiezo a disfrutar de pequeñas cosas que antes ignoraba?… Preguntad siempre a vuestro terapeuta, dejad fluir las emociones, quizás os están señalando algo importante.