No todos los terapeutas trabajan con diagnósticos, es decir, no todos están acostumbrados o cómodos diagnosticando, o no creen que sea necesario (por formación o creencias personales). De igual manera, no todos los usuarios que acuden a terapia quieren que se les diagnostique pero hay muchos otros que sí.

De ese grupo, de los que quieren saber lo que les está pasando, y quieren que se les dé un nombre a su problema, hablaremos hoy. Porque no suele ser nada sencillo diagnosticar, y muchas veces se ponen etiquetas erróneas, ya sea por falta de formación, falsas atribuciones a síntomas poco claros o desconocimiento de ciertas patologías.

En realidad, etiquetar a alguien de algo que no tiene puede resultar un grave problema para el individuo. Se le atribuyen una serie de síntomas que pueden no presentarse, o incluso podrían darse como una profecía autocumplida (si te dicen que debes mostrar X síntoma, al final de tanto repetírtelo para encajar en el diagnóstico, puedes acabar presentándolo).

Otro caso aparte y que se da muchísimo en la clínica (sobre todo en ciertas patologías poco estudiadas o en síndromes muy limitados a edades o sexos en concreto) es el caso de los diagnósticos tardíos. Ya sea porque nunca se le ha explorado lo suficiente, porque su terapeuta no lo ve necesario, o por otros motivos, muchos pacientes acaban descubriendo que tienen cierta problemática al cabo de muchos años de haber iniciado la terapia. Casos claros de esto son las personas adultas con TEA (trastorno del aspecto autista) de alto funcionamiento o pacientes con trastornos de la personalidad, aunque podríamos alargar mucho la lista.

Recibir una etiqueta diagnóstica siempre supone un impacto para el individuo, porque una patología mental es algo que puede resultar grave o que supone volver a “reconstruirse” en términos de identidad.

Recibir el diagnóstico tardíamente puede resultar peor, puesto que el paciente siente que se ha pasado por alto algo importante durante mucho tiempo, y acuden pensamientos del tipo “si lo hubiera sabido antes, hubiera podido trabajarlo de forma distinta”, “ahora entiendo por qué actúo así en la mayoría de ocasiones”, etc. Puede haber un sentimiento de frustración hacia los profesionales que le han tratado por no darle a conocer el diagnóstico o no haberlo identificado.

Aún así, puede pasar algo que sucede a muchas personas con un diagnóstico: la esperanza de saber que ya se sabe contra que se tiene que luchar. Enmarcar el problema en una nomenclatura resulta muy útil para buscar ayuda especializada, iniciar un tratamiento psicofarmacológico más específico o incluso aprender sobre cómo afecta a las acciones y pensamientos y poder resolverlo. Es por eso tan importante que se diagnostique de forma temprana, aunque no se etiquete al usuario (por motivos personales del terapeuta o porque el paciente no lo quiera saber). Cuanto antes tengamos claro qué es lo que sucede, y lo enmarquemos y expliquemos de forma detallada, mejor pronóstico tendrá la persona afectada.

La verdadera problemática de los diagnósticos tardíos es más global, porque significa que hay muchas personas esperando una explicación a lo que les sucede, y no saben por dónde empezar a buscar las respuestas. Mi consejo como psicóloga y paciente es sencillo: buscar y buscar hasta que se dé con un terapeuta que pueda responder a esas incógnitas o que pueda dar una explicación detallada de lo que está sucediendo. Buscar a profesionales especializados en el trastorno, acudir a asociaciones para pedir información, buscar grupos de autoayuda o pedir segundas opiniones es fundamental para que el problema se pueda atajar cuanto antes.